Maristella Svampa, Colectivo Voces de Alerta[1]
“No daremos marcha atrás en la Ley de Minería, porque el desarrollo responsable de la minería es fundamental para el progreso del país. No podemos sentarnos como mendigos en el saco de oro”.
Rafael Correa, Presidente de Ecuador, 15.1.2009
¿Por qué existe una gran oposición y rechazo social a la minería metalífera a gran escala en América Latina? ¿Será que los gobiernos, las grandes transnacionales mineras y su ejército de comunicadores no trasmiten correctamente las “ventajas” y “oportunidades” del nuevo modelo? ¿Será que las poblaciones involucradas están desinformadas y no están en condiciones de comprender el impacto que en términos de trabajo, progreso y desarrollo tendría la industria metalífera a gran escala, sobre todo en aquellas regiones pobres y relegadas de nuestra amplia geografía latinoamericana? Estos parecen ser los principales argumentos que repiten funcionarios, técnicos de las más variadas especies y, por supuesto, las grandes compañías mineras, que hoy buscan legitimar un modelo que genera cada vez más resistencias en gran parte del territorio latinoamericano.
Lejos de los ‘planteos’ implícitos en los discursos gubernamentales, los motivos de la oposición social a este tipo de emprendimientos mineros hay que buscarlos tanto en las características tecnológicas y económicas de los mismos, así como en las consecuencias sociales, ambientales y políticas que éstos generan. El elemento central que explica el pasaje de la minería ‘tradicional’ a la ‘moderna’, está dado por la escala de explotación y ésta obedece en realidad al progresivo agotamiento -a nivel mundial- de los metales en vetas de alta ley.
La gran mayoría de las explotaciones industriales actuales extraen los metales con leyes sumamente bajas. En la actualidad, se explotan yacimientos de cobre con un promedio de 6 kg de metal por tonelada de roca tratada. En el caso del oro, la gran mayoría de los yacimientos presentan una ley inferior a 10 g/tonelada de roca tratada, e incluso hasta 0.5 g/tonelada. En Ecuador, los proyectos auríferos Quimsacocha (a cargo de la empresa Iamgold) y Fruta del Norte (a cargo de la empresa Kinross) cuentan con leyes de 6.76 g/t y 11.2 g/t, respectivamente. A nivel mundial, los desechos líquidos y sólidos generados por cada onza de oro producida oscila entre un promedio de 12 y 120 toneladas.
Esto implica que, al disminuir la concentración del mineral contenido en las rocas, deja de ser rentable la explotación mediante socavones. Así, con el objeto de extraer los minerales diseminados en la roca portadora y frente a la creciente demanda de los mercados internacionales, asistimos hoy a la generalización vertiginosa del sistema de explotación a gran escala, utiliza técnicas de procesamiento usando sustancias químicas altamente contaminantes, que producen impactos negativos en la salud de las poblaciones y cuantiosos daños ambientales, los cuales han sido fehacientemente probados en diferentes países y regiones. Al mismo tiempo, dichos procesos contaminantes suelen tener un carácter transfronterizo, al que se añade la irresponsabilidad de las empresas ante el cierre de minas (pasivos ambientales). En la mayoría de los casos, la gestión de los sitios mineros y de las diferentes contaminaciones, en particular por metales pesados y drenaje ácido de mina, quedan a cargo del Estado. En el Ecuador, la empresa china CCRC-Tongguan prevé la extracción del yacimiento Mirador, con tan solo 13 kg de cobre puro por tonelada de tierra y roca mineralizada. Esta contará una mina a cielo abierto tendrá al menos 1.2 km de diámetro. Por cada tonelada de concentrado de cobre producido, se producirá un promedio de 94 toneladas desechos sólidos y líquidos (Esta cifra no incluye los desechos producidos durante la refinación). [2]
Por otro lado, se trata de minería a gran escala, esto es, de mega-emprendimientos, por lo cual estamos hablando de una actividad que consume enormes cantidades de agua y energía (una mina de oro de tamaño medio consume unos 100 litros de agua por secundo, es decir 8.640.000 litros por día) y compite por tierra y recursos hídricos con otras actividades económicas (agricultura, ganadería, turismo). En este sentido, dada la envergadura de los emprendimientos, éstos tienden a desestructurar y reorientar la vida de las poblaciones, desplazando economías regionales preexistentes. Asimismo, se trata de minería transnacional, lo cual quiere llamar la atención no sólo respecto de que la actividad está altamente concentrada en unas pocas grandes empresas de capitales extranjeros que operan a escala global, sino también de que el destino casi exclusivo de estas explotaciones es la exportación de minerales con escasa transformación o valor agregado. Es por ello que esta actividad favorece la reprimarización de la economía, que termina por reconfigurar negativamente los territorios y economías, al tiempo que genera una nueva dependencia: los países latinoamericanos exportan cada vez más materias primas, lo que aparece reflejado en la concentración económica, en la especialización productiva y la tendencia a la monoproducción, así como en la consolidación de enclaves de exportación.
¿Desarrollo y trabajo?
Uno de los argumentos centrales que suelen esgrimir los defensores de esta actividad es asociar minería con creación de puestos de trabajo. Lo que suele ocultarse es que los proyectos mineros a gran escala generan una demanda intensiva de trabajo en las fases iniciales, lo cual crea la ilusión de trabajo permanente. En realidad, la minería de gran escala se caracteriza por ser una de las actividades económicas más capital-intensivas. Cada 1 millón de dólares invertido, se crean apenas entre 0,5 y 2 empleos directos[3]. Cuanto más capital-intensiva es una actividad, menos empleo se genera, y menor es la participación del salario de los trabajadores en el valor agregado total que ellos produjeron con su trabajo: la mayor parte es ganancia del capital.
Pese a ello, el fantasma del desempleo es un argumento utilizado de manera recurrente para promover la megaminería, pese a que en el desenvolvimiento de estos emprendimientos difícilmente se cumplan con las promesas publicitadas. En Perú, por ejemplo, la minería es la actividad que menos contribuye a la generación de empleo: ocupa apenas el 1,5 de la Población Económica Activa (PEA), contra un 32,7% de la agricultura y un 26% de los servicios. Para el caso de Chile, las estadísticas muestran de forma contundente el fuerte incremento de los volúmenes de explotación y extracción, y de los valores de exportación, producidos a la par de una paralela caída en la cantidad absoluta y relativa del empleo minero. Así, mientras los volúmenes de minerales extraídos registraron un crecimiento promedio del 150%, entre 1990 y 2004 se produjo una pérdida neta de 18.490 puestos de trabajo. Con ello, la ya exigua participación de la minería en el total de ocupados del país se redujo drásticamente en más del 50%, pasando del 1,34% del total de ocupados en 1990 a sólo el 0,67% en el año 2004.
En Argentina, pese a las promesas de los megaemprendimientos mineros, la minería representa menos del 0,7% del total de los asalariados registrados. El caso de Bajo la Alumbrera, en la provincia de Catamarca, uno de los yacimientos de cobre más grandes de Sudamérica, es emblemático. Cuando ésta arrancó en 1997, predominó la sensación de que, aún cuando las concesiones otorgadas fueran excesivas, se trataba de la “única alternativa para aprovechar tales riquezas como motor del desarrollo provincial”. Minera Alumbrera auspiciaba la creación de 10.000 puestos de trabajo para ocupación de mano de obra directa. Por un lado, durante la fase de construcción de la mina se crearon 4.000 puestos de trabajo, según un informe publicado por la Cámara Argentina de Empresarios Mineros. Sin embargo, siguiendo un estudio de la Universidad Nacional de San Martín, el empleo directo fue de 831 puestos de trabajo en el año 2000, 795 en el año 2001 y 894 en el año 2002. Y según la página de la empresa, en el yacimiento minero trabajan actualmente 1.800 empleados: 800 puestos de planta permanente y un promedio de 1.000 contratistas, la mayor parte trabajadores que no provienen de la zona de explotación.
Por otro lado, la acentuación de los niveles de pobreza, indigencia y desempleo contrasta notablemente con la ‘evolución’ de las variables macroeconómicas en un contexto de fuerte expansión de las exportaciones mineras. A la hora actual, tras catorce años de explotación de Bajo de la Alumbrera, el paisaje socioeconómico de la provincia no cambió favorablemente, sino todo lo contrario: los índices industriales y de la construcción cayeron y los niveles de pobreza siguen siendo más altos que la media nacional (17,2% de pobreza en 2009 para el Gran Catamarca), con porcentajes de población ‘asistida’ a través de los diversos ‘programas sociales’ de los más altos del país, e incluso, con algunos valores superiores a la media de la región.
En Ecuador, actualmente, según cifras del Banco Central de este país, la extracción de minerales representa 2.982 empleos directos y 10.254 empleos indirectos. Con el arranque de la minería metálica a gran escala, se estima que la contribución del sector a la economía del país, según el borrador Plan Nacional de Desarrollo Minero, generará 10.000 nuevas plazas de trabajo. En el caso del proyecto Mirador, se prevé la creación de 1.200 empleos directos durante la fase de exploración, y de 586 empleos directos durante la fase de explotación.
Volviendo a la Argentina, respecto de la renta minera, las reformas de los `90 y el régimen tributario permitieron que el sector funcionara con altas tasas de rentabilidad. Los aspectos que tienen un papel clave en la construcción política de la rentabilidad empresarial minera son, en primer lugar, la ingeniería fiscal compuesta de inéditas exenciones y beneficios impositivos que inciden de modo determinante en la porción de las rentas de explotación que los estados y las sociedades ceden a favor de los ‘inversionistas’. No es que la minería no pague impuesto a las ganancias, pero en general tienen un régimen que les permite deducir el 100% de lo invertido en prospección y exploración; no pagan tasas municipales y se les garantiza tarifas “no distorsivas” de luz, gas, combustibles y transportes, entre otras muchas exenciones (A esto se conoce como “subsidios encubiertos”). En Argentina y en Perú, el porcentaje máximo que se cobra en concepto de regalías es del 3%, pero éste puede ser menor. En San Juan -paradigma de la megaminería en Argentina-, en 2009 la empresa Barrick Gold aportó por la mina Veladero sólo el 1,7% en regalías. El resultado final es así una ecuación financiera asimétrica: ingresos fiscales exiguos versus ganancias empresariales extraordinarias. Esto permite que coexistan en un mismo territorio empresas inmensamente ricas y pueblos extremadamente pobres, como ocurre en Perú, Argentina o México.
En 2010, tanto en Chile y en Perú se levantaron fuertes voces críticas reclamando el cambio de la legislación tributaria para la minería y el pago de una renta extraordinaria. Pero solamente para el caso chileno, éstas desembocaron en la sanción de la Ley N° 20.026, que establece el pago de un impuesto equivalente al 5% de las Utilidades Operacionales para empresas (o grupo de empresas relacionadas) que venden más de 50.000 toneladas métricas finas de cobre al año, o su valor equivalente para otros productos mineros. Sin embargo, más allá de las ganancias extraordinarias y lo que éstas puedan aportar a las arcas del Estado, la historia mundial ha venido mostrando que ningún país del sur se ha desarrollado apelando a la explotación de sus recursos minerales. Es cierto que para el caso de los países especializados en materias primas, la minería transnacional puede generar fuerte crecimiento económico (aumento del producto interno bruto), como sucede en el Perú minero, pero éste es volátil, con escaso “derrame” y sin auténtico desarrollo para la población. Esto sucede así, porque los procesos de encadenamientos productivos dinámicos a partir de la minería se dan únicamente en los casos de los países centrales (Estados Unidos, Canadá, Australia), que son aquellos donde están radicadas las grandes corporaciones transnacionales que controlan las cadenas de valor a escala global.
Finalmente, aspirar al “desarrollo total de las fuerzas productivas”, por más que se quiera citar ciegamente a Marx o apelar al desarrollismo de antaño, implica un gran retroceso e ignorancia; significa volver a una concepción lineal del desarrollo, hoy ampliamente cuestionada en vista de los costos sociales, sanitarios y ambientales que el planeta está afrontando. Muestra a las claras que, más allá de las retóricas ampulosas, y aunque se hable de Derechos de la Naturaleza o de la Pachamama o de manera más modesta de “cuidado ambiental”, nuestros gobernantes, tanto como las grandes empresas conservan una concepción productivista, que identifica el desarrollo con el mero crecimiento económico, sin contemplar los indicadores sociales y ambientales, que en mediano y largo plazo son claramente negativos.
Derechos humanos y democracia
Si hay algo que precisamente no puede ser negado o minimizado, ni siquiera por el propio discurso tecnocrático prominero, es la fuerte conflictividad social desencadenada de manera creciente por los proyectos extractivos. A lo largo de toda América Latina y de la geografía de los países del Sur en general, a medida que se fueron ampliando la cantidad de proyectos extractivos y las superficies territoriales intervenidas, los conflictos provocados por los mismos no han cesado de crecer. La casuística de la conflictividad social generada por proyectos mineros es extensísima y prácticamente muy difícil de abordar en términos exhaustivos. Cada proyecto minero desencadena, de por sí, un proceso conflictual que empieza ya con las actividades de exploración y que no cesa ni aun cuando es momentáneamente paralizado, ni cuando se hubiere agotado el ciclo de vida del yacimiento. La conflictividad tiene, como los pasivos ambientales que deja la minería misma, una sobrevida que excede largamente la del período de explotación del yacimiento, tal como se puede verificar en casos emblemáticos de la minería latinoamericana, en Guanajuato y Zacatecas (México), Cerro de Pasco, La Oroya o la Bahía de Ilo (Perú) (H.Machado, 2010).
Actualmente, no hay país latinoamericano con proyectos de minería a gran escala que no tenga conflictos sociales suscitados entre las empresas mineras y el gobierno versus las comunidades: México, varios países centroamericanos (Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá), Ecuador, Perú, Colombia, Brasil, Argentina y Chile. Según el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL) existen actualmente 120 conflictos activos que involucran a más de 150 comunidades afectadas a lo largo de toda la región. Sólo en el Perú, la Defensoría del Pueblo de la Nación da cuenta de que los conflictos por la actividad minera concentran el 70 % de los conflictos socioambientales y éstos a su vez, representan el 50 % del total de conflictos sociales en ese país, no casualmente uno de aquellos donde más acelerada y descontroladamente se ha dado la expansión minera (De Echave et all. 2009). Este contexto de conflictividad contribuye directa o indirectamente a la judicialización de las luchas socio-ambientales y a la violación de los derechos en la medida en que no se generan procesos de consultas adecuados a las comunidades, son desalojadas de las tierras reclamadas por las empresas y éstas últimas contaminan los recursos de las comunidades como son el agua y la tierra, de los que dependen para su vida.
En definitiva, la minería metalífera a gran escala es muy cuestionada, no por falta de cultura productiva o simple demonización de la actividad, sino porque constituye una síntesis acabada del mal desarrollo[4]. Pero además, dicha minería pone en jaque a la democracia, porque avanza sin consenso de las poblaciones, generando todo tipo de conflictos sociales, divisiones en la sociedad, y una espiral de criminalización de las resistencias que sin duda abre un nuevo y peligroso capítulo de violación de los derechos humanos.
Así, en un nuevo escenario de vinculación global que los diferentes gobiernos latinoamericanos –sean progresistas, de izquierda o de inspiración neoliberal- comparten en nombre del “consenso de los commodities”, la minería metalífera a cielo abierto se ha convertido en la actividad más cuestionada en la región, en una suerte de figura extrema, un símbolo del extractivismo depredatorio, al sintetizar este conjunto de rasgos particulares directamente negativos para la vida de las poblaciones y el futuro de nuestros países. En consecuencia, no se trata solamente de una discusión económica o ambiental, sino también de una discusión política sobre los alcances mismos de la democracia: se trata de saber si queremos debatir lo que entendemos por desarrollo sostenible; si apostamos a que esa discusión sea informada, participativa y democrática, o bien, aceptamos la imposición de nuestros gobernantes locales y las grandes corporaciones, en nombre del nuevo consenso de los commodities y de un falso desarrollo.-
[1] Retomamos parte de los argumentos y datos desarrollados en 15 mitos de la minería transnacional, colectivo Voces de Alerta, Librería de Humanidades Kronopios, Montevideo, Uruguay, 2011. Por ende, al tratarse de un libro colectivo, la verdadera autoría de esta nota también es colectiva.
[2] Esta cifra está muy por debajo del promedio mundial de 497 toneladas dado por el US GEOLOGICAL SURVEY.
[3] Cálculo sobre datos de Minera Alumbrera, Veladero, Potasio Río Colorado y otras. Hernández indica 1 empleo directo por cada US$ 1,2 millones: HERNÁNDEZ, S.: Sistemas Legales de Apoyo a la Pequeña y Mediana Minería, en: http://www.panoramaminero.com.ar/sergio%20Hernandez.doc
[4] Tortosa, José María; “Mal desarrollo y mal vivir – Pobreza y violencia escala mundial”, editores Alberto Acosta y Esperanza Martínez, serie Debate Constituyente, Abya-Yala, Quito, 2011.
Coordinación de la serie Los perversos versos de la minería: Carlos Zorrilla, William Sacher, Alberto Acosta.
Responsabilidad de los textos: cada autor o autora.